Balzac Y La Joven Costurera China by Dai Sijie

Balzac Y La Joven Costurera China by Dai Sijie

Author:Dai Sijie
Language: es
Format: mobi
Published: 2010-03-10T23:00:00+00:00


Humedeció entre sus labios el antiguo clavo oxidado, transformado en ganzúa. El objeto entró silenciosamente en el ojo del candado, giró hacia la izquierda, luego hacia la derecha, volvió hacia la izquierda, retrocedió un milímetro... Un clic seco, metálico, resonó en nuestros oídos y la cerradura de cobre acabó cediendo.

Nos deslizamos hacia el interior de la casa del Cuatrojos y cerramos enseguida los batientes de la puerta a nuestras espaldas. No se veía gran cosa en la oscuridad; casi no nos distinguíamos el uno al otro. Pero en la cabaña flotaba un aroma a mudanza que nos corroyó de envidia.

A través de la rendija de los dos batientes, lancé una ojeada al exterior: ni la menor sombra humana en las inmediaciones. Por razones de seguridad, es decir, para evitar que los ojos atentos de un eventual viandante advirtieran la ausencia de candado en la puerta, empujamos los dos batientes hacia fuera, hasta abrirlos lo suficiente para que Luo, como había previsto, pasara una mano hacia fuera, volviera a colocar en su lugar la cadena y la cerrara con el candado.

Sin embargo, olvidamos comprobar la ventana por la que pensábamos salir al finalizar la acción pues quedamos literalmente deslumbrados cuando la linterna eléctrica se encendió en la mano de Luo: colocada sobre el resto del equipaje, la maleta de cuero flexible, nuestro fabuloso botín, apareció en la oscuridad, como si nos aguardara, ardiendo de ganas de que la abrieran.

—¡Premio! —le dije a Luo.

Durante la elaboración de nuestro plan, algunos días antes, habíamos decidido que el éxito de nuestra visita ilegal dependía de una cosa: averiguar dónde ocultaba el Cuatrojos su maleta. ¿Cómo podríamos encontrarla? Luo había pasado revista a todos los indicios posibles y considerado todas las soluciones imaginables, y había logrado, gracias a Dios, definir un plan cuya acción debía desarrollarse, imperativamente, durante el banquete de despedida. Era en verdad una ocasión única: aunque muy artera, la poetisa, dada su edad, no había podido escapar a su amor por el orden y no había soportado la idea de buscar una maleta la mañana de la partida. Era preciso que todo estuviera listo de antemano, e impecablemente ordenado.

Nos acercamos a la maleta. Estaba atada con una gruesa cuerda de paja trenzada, anudada en cruz. La liberamos de sus ataduras y la abrimos silenciosamente. En el interior, montones de libros se iluminaron bajo nuestra linterna eléctrica y los grandes escritores occidentales nos recibieron con los brazos abiertos: a su cabeza estaba nuestro viejo amigo Balzac, con cinco o seis novelas, seguido de Victor Hugo, Stendhal, Dumas, Flaubert, Baudelaire, Romain Rolland, Rousseau, Tolstoi, Gogol, Dostoievski y algunos ingleses: Dickens, Kipling, Emily Bronte...

¡Qué maravilla! Tenía la sensación de que iba a desvanecerme en las brumas de la embriaguez. Sacaba las novelas de la maleta una a una, las abría, contemplaba los retratos de los autores y se las pasaba a Luo. Al tocarlas con la yema de los dedos, me parecía que mis manos, que se habían vuelto pálidas, estaban en contacto con vidas humanas.



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